Al Premio Nacional de Fotografía 1999 no le gusta que le hagan fotos, ni entrevistas, ni tener que recoger premios. Pero a la vez reconoce que no sabe decir que no. Pesimista respecto al futuro de su profesión, ahora anda inmerso en un proyecto para el Museo del Prado. Y ha dejado de fumar
Al otro lado del teléfono se escucha una «voz de tenor de cucarachas», como si mi interlocutor, operado de un tumor de las cuerdas vocales, se hubiera tragado un carrete fotográfico e intentara en vano expulsarlo de su garganta. El tipo se llama Alberto García-Alix (León, 22 de marzo de 1956) y está de vuelta de todo; incluso de sí mismo. Me toca anunciarle que es ganador del premio Personaje Fuera de Serie 2017 en la categoría de Arte y, al escuchar la noticia, primero se sorprende, luego parece sentirse halagado y por último estalla en una carcajada de moto averiada. En principio accede a la entrevista, pero en los días posteriores expondrá sus dudas por whatsapp. Excusas como flashes. «Odio las entrevistas». Clic. «Soy un nihilista». Clic. «El pudor me crucifica». Clic. «Voy a regañadientes conmigo mismo, pero he dado mi palabra», concluye al fin este viejo rockero del blanco y negro, Premio Nacional de Fotografía 1999. Así que un día soleado de octubre me recibe en su amplio y luminoso estudio madrileño, un dúplex situado en el barrio de Tetuán.
Pregunta. ¿Con sus evasivas podría componerse su autorretrato?
Respuesta. Lo único que demuestran mis excusas es que soy un débil y no sé decir que no. Los premios son muy agradecidos, siempre que no atenten contra tu moral y tu ética. No es el premio lo que me corta, sino el hecho de tener que ir a recogerlo: quita anonimato y me da pudor. Siempre he trabajado alrededor de mí mismo; de hecho, nunca he tenido pudor por mi propio desnudo. Pero a fuerza de recoger premios uno se acaba convirtiendo en un impostor.
Su estudio huele a cuero, gasolina y literatura. En la planta baja están aparcadas su Harley Davidson Dyna de color blanco, su Harley Davidson del 78 xl café racer y una réplica de su primera Derby 50 de carreras. Frente a estas vestales de acero, una estantería con cientos de libros de fotografía, arte y filosofía. Sí, su «cabeza de chorlito» (nombre de la editorial que fundó con Frederique Bangerter) está bien amueblada. García- Alix viste hoy chupa de cuero, pantalones de trabajo japoneses y deportivas molonas. Si en los 80 su cámara atrapó la estética de la Movida (él mismo formó parte de la tribu), en su madurez es «un poeta que describe con imágenes su particular mundo interior», como le definió su colega Chema Conesa. «No me gusta que me hagan fotos», remolonea al primer disparo mientras su gato negro, Colilla, pasa por debajo de la escalera. En sus nudillos lleva tatuadas las palabras «Todo» y «Nada»; en su cuello, una telaraña, y en su muñeca, un reloj parado en las tres.
P. ¿Cómo cuida su garganta?
R. Con ganas y bebiendo mucha agua. Bueno, la verdad es que no soy santo de devoción de mí mismo. Hace dos años me hicieron una reproducción de dos cuerdas falsas en La Paz y luego estuve yendo a un logopeda. Lo que intento es no fumar, pero de vez en cuando le doy una calada a un porro, no lo puedo evitar. ¡Qué desastre! [Risas].
P. Imagine que pierde la voz: ¿le consolaría que sus fotografías hablasen por usted?
R. Sí, aunque de alguna manera ya lo hacen.
P. Un nihilista niega los dogmas, pero eso no significa que no tenga creencias. ¿Sigue teniendo fe en la fotografía?
R. Para mí la palabra fe tiene que referirse a cosas más graves. Creo que mientras exista una lente siempre existirá una imagen y habrá un creador. Pero la fotografía, tal y como la hemos conocido y como yo la desempeño, cada vez es más minoritaria. Me temo que está en vías de desaparición.
P. Se ve como una especie de…
R. De dinosaurio [suspira].
P. Pero al menos tiene apego a la vida, ¿no?
R. Soy una persona muy optimista, aunque el corazón a veces me haga dudar. No sé si tengo apego a la vida, pero soy un hedonista. Con matices porque el hedonista va en busca del placer de vivir y hay que preguntarse a qué llamamos placer y en qué lo depositamos. Se puede disfrutar hasta del placer de ser libre…
P. ¿Usted lo es, libre?
R. Económicamente no. Y cada vez menos, porque tengo que mantener una estructura, pago sueldos. Cuando empecé no tenía ninguna atadura. En lo que sí soy más libre es en la manera de mirar. [Se levanta del sofá y me enseña una foto de su última época: un sombrero con su juego de sombras. «Esta comprensión, hace 30 años no la tenía»].
P. ¿No era consciente del hecho fotográfico?
R. No, y ahora me arrepiento. Cuando veo fotos antiguas de los 70 pienso: «¡Qué tonto fui, tenía que haber hecho muchas más!». Pero la vida no vuelve.
P. Cartier-Bresson dijo que «la fotografía es un momento supremo capturado en un solo instante». ¿Está de acuerdo?
R. Yo tardo mucho en tirar una foto. Antes de disparar lo coloco todo. ¡Pero yo no soy nadie para decirle nada a Cartier-Bresson, que Dios me coja confesado! [Risas]. Para hacer la foto que te acabo de enseñar, por ejemplo, puse un papel de cebolla delante de la modelo, iluminando el sombrero con una linterna mientras el vapor de la caldera tamizaba la luz. Para ello tuve que emplear un instante emocional infinito.
P. ¿Tiene su propia definición de fotografía?
R. Para mí es un territorio donde inventarme.
P. Con el tiempo, su estilo se ha vuelto más abstracto y expresionista.
R. Sí, hace 30 años hacía fotos de un grupo de amigos posando junto a una moto y ahora hago esto… [Se levanta de nuevo y me muestra una escena urbana de límites difusos]. Es la reverberación de un sueño. Y si me apuras, aquí hay reminiscencias de Goya. Es un cúmulo de reverberaciones: la ciudad, la soledad, la falsedad de lo real… Es otra búsqueda.
P. ¿Va al encuentro de una cierta trascendencia?
R. Puede ser, pero mientras tanto me divierto.
P. Creo que su afición a las motos fue muy anterior a la fotografía e incluso a las mujeres…
R. Sí, en 1968 mi abuelo [un crítico de cine del ABC que firmaba con el seudónimo de Donald] nos regaló a los nietos entradas para una de las primeras carreras del Jarama. Allí vi mi futuro sobre dos ruedas. Mi padre era médico y siempre nos decía a los cuatro hermanos (yo soy el mayor) que nos iba a llevar al hospital de parapléjicos de Toledo para que viéramos lo que eran las motos. Pero al final, harto de nuestra insistencia, nos compró una Ducati MT de 50 amarilla.
P. ¿Recuerda cuál fue su primera cámara y a qué solía disparar?
R. Empecé a fotografiar carreras de motos con una cámara que me regalaron mis padres por Navidad. Mi hermano gemelo, Alfredo, corría motocross con una Bultaco Pursang MK3 (yo corrí tres carreras con una Pursang MK5) y tenía un amigo fotógrafo. Viendo sus fotos en blanco y negro me entró el gusanillo y empecé a revelar.
P. ¿Qué le excita más: el rugido de una Harley o el clic de una Hasselblad?
R. El sonido de la moto es otro tipo de alegría. La cámara no es el clic, es el momento antes del clic: una gran tensión. La fotografía es un camino de búsqueda, y para hacer fotos primero necesito encontrar la predisposición: la cámara pesa, cogerla es una obligación… Y otra foto más, ¿para qué?
P. ¿Tiene la impresión de que ya ha hecho todas las fotos?
R. ¡Dios me libre! Por eso continúo haciéndolas. Pero también puede llegar un día en que no encuentre tanto placer y diga: «Se acabó».
P. De niño, su madre les llevaba a visitar los museos de Madrid. ¿De qué forma marcó su sensibilidad artística?
R. Mi madre era ama de casa, pero había estudiado Filosofía e Historia y siempre tuvo inquietudes culturales. Nos llevaba al Museo del Prado (era muy divertido: yo tendría 13 ó 14 años y allí había mujeres desnudas), al Romántico, al Lázaro Galdiano, al de Ciencias Naturales… Todo marca.
P. Chupa de cuero, pañuelo al cuello, tatuajes… ¿Tardó mucho en construirse esta fachada?
R. ¡No fue premeditado! Todo tiene un sentido: la moto va con el cuero, ambos son materiales nobles. Mi juventud se alimentó de la contracultura americana, los cómics, el rock & roll… Empecé a construirme una vida impregnándome de todo aquel espíritu.
P. Su colega Chema Conesa ha escrito sobre usted: «Si su imagen física es aparentemente agresiva y decidida, su interior es sensible y delicado. Y esa dualidad es la que transporta a sus imágenes». ¿Lo firma?
R. Leí aquel perfil y me encantó.
P. Contacté con Ana Curra [exnovia, musa y amiga de García-Alix, formó parte de varios grupos musicales de la Movida, ahora es profesora de piano] y me sugirió que…
R. ¿Ah sí? ¿La conoces?
P. No, pero soy amigo de su hermana y de su cuñado. El caso es que me recomendó que le preguntase por el presente…
R. Ahora estoy con un encargo de la Asociación de Amigos del Museo del Prado. Nos han pedido a una serie de fotógrafos que hagamos nuestra interpretación de la pinacoteca, y cada uno tiene que entregar dos fotos. En mi primera toma de contacto he encontrado algunos inconvenientes, como los brillos de los cuadros. De momento estoy un poco perdido, pero es un trabajo muy interesante.
P. ¿Le gustaría ver sus fotos colgadas en el Prado?
R. No tengo esa pretensión. Lo que sí veo es que mis fotos pueden dialogar con un cuadro del Prado. Por ejemplo, esa reverberación que te he enseñado antes podría dialogar con Los desastres de la guerra de Goya. Y tengo claro que la mejor escuela de fotografía de retrato es el Prado, o el Rijksmuseum de Amsterdam. ¿Sabes qué siento cuando contemplo un retrato de Rembrandt? Que estoy ante un gran maestro, por cómo posiciona las manos, cómo emplea la luz…
P. En el pasado Festival de San Sebastián se presentó el documental «Alberto García-Alix. La línea de la sombra», de Nicolás Combarro, un recorrido por sus luces y sombras que recoge una amplia selección de sus fotografías y vídeos originales. Creo cada vez le tienta más el cine…
R. Estoy intentando sacar adelante una ficción. ¿Qué es y qué no es? Aún no lo sé. Llámalo cine o creación.
P. Empezó como ayudante de fotografía con Rafael Gil, en la película «Dos hombres y en medio dos mujeres» (1976). ¿De alguna forma se cierra un ciclo?
R. Sí. Yo con 18 o 20 años iba mucho la cine, con afán de estudiarlo: primer plano, plano medio, plano secuencia… Por aquella época estudiaba Derecho y luego quise estudiar cine, porque al menos estimulaba mi imaginación. Intenté matricularme, pero llegué un día tarde y no me admitieron. Tuve que aceptar que era un fracasado [Risas]. Luego probé suerte en Ciencias de la Información, en la rama de Imagen, pero vi que la teoría no me interesaba nada. ¡Yo quería ver un fotómetro, quería que me estimularan! Así que lo dejé, y como tenía una cámara y empezaba a vivir por mi cuenta, empecé a hacer fotos.
P. En los nudillos lleva tatuadas las palabras «Todo» y «Nada». ¿Su mundo interior se mueve entre estos extremos?
R. Pues sí [Risas]. Me las tatué a mediados de los 90; era una manera de hablar con la vida.
P. ¿Y ese reloj tatuado en la muñeca?
R. Representa el reloj que me regaló mi padre poco antes de morir, un Rolex que me robaron hace años en Argentina a las 3 de la tarde. Por eso está parado en esa hora. Era lo único que tenía de él; me quedé pillado, y para quitarme el dolor que sentía me lo tatué. Funcionó. Pero lo divertido vino luego. Durante una fiesta en Bogotá, una mujer se fijó en el reloj y me dijo: «Las tres de la tarde es la hora de la crisis, a esa hora Jesucristo murió en la cruz, y a partir de las 3 de la tarde el día comienza a morir». Entonces comprendí que sólo me quedaba asistir a mi decadencia [Risas].
P. En 2009 huye a París para recuperarse de una hepatitis y, tras un periodo de introspección, su mirada se hace más abstracta: paisajes, pájaros muertos, imágenes borrosas…
R. Sí, empiezo a emplear más la abstracción. No huí de Madrid a París: huí de mí. A París fui también para hacerme un tratamiento de Interferón [proteínas capaces de interferir en una infección viral]. Eso significaba dejar la droga, someterme a una terapia con efectos secundarios, desenvolverme en un idioma extranjero… En Madrid jamás lo habría logrado.
P. Ha dicho que ha sentido la soledad y el dolor. ¿Aquella fue la época de mayor sufrimiento?
R. Bueno, yo soy muy dramático [Risas]. Más que solo, me sentí débil, enfermo, cansado, agotado. Y eso tuvo consecuencias muy poderosas. Empecé a fotografiar de otra manera.
P. ¿Una especie de renacimiento?
R. A partir de ahí comienzo mi obra audiovisual. Ya he hecho cinco piezas; la última, De donde no se vuelve, la expuse en el Reina Sofía y es de la que me siento más orgulloso. Un viaje entre pasado y presente que me llevó ocho meses, incluidos seis que pasé en China.
P. «De todos los seres que he retratado, el que más problemas me da soy yo mismo». A sus 61 años, ¿tiene voluntad de enmienda?
R. ¡Si acaso por la mañana! [Risas]. Luego, a medida que se va haciendo de noche, voy descubriendo si tengo o no esa capacidad.
P. ¿De qué tiene síndrome de abstinencia?
R. Del tabaco. No fumo, pero si veo a alguien sacar un cigarro…
P. No sé si tiene hijos… ¿se ve preparado para ser padre?
R. No. Yo creo que las cosas llegan cuando llegan, ¿no? Si ahora mismo tuviera que tener un hijo, pues entonces estaría preparado.
P. A lo mejor está en la edad…
R. ¡De merecer! [Risas]
P. Cataluña: ¿qué foto hace del desafío independentista?
R. Sé qué ingredientes debería incluir esa la foto: la infinita tristeza que siento; la denuncia de la violencia; la crítica de la manipulación… De toda esa amalgama metafísica quedarían los grises de la imagen.
P. En su estudio tiene una bandera republicana. ¿Qué siente al ver las banderas españolas en los balcones?
R. Lo mismo que cuando veo la mía o la estelada: respeto. Por cierto, tengo también una bandera española del barco de un amigo…
P. ¿España necesita un filtro de Instagram?
R. ¡Sentido común, por Dios, sentido común!