Supervivientes en un mundo industrializado, los maestros de Alfarería Tito han sabido hacer de su cerámica un arte contemporáneo. De su horno árabe en la provincia de Jaén salen piezas de autor para la Casa Real, Japón y rodajes de cine.
La primera pieza que moldeó con sus manos, a la edad de 7 años, fue un sencillo cenicero de barro. «Mi padre me daba 300 pesetas por lote; no es que fuera un trabajo especialmente romántico, pero con este incentivo me iba introduciendo en el oficio», recuerda Juan Pablo Martínez Tito (Úbeda, Jaén, 1969), tercera generación de alfareros y uno de los profesionales más creativos dedicados al milenario arte del alfar. Doctorado en Bellas Artes y especializado en Restauración y Conservación, a sus 49 años está al frente de Alfarería Tito, taller en Úbeda donde aún se utiliza uno de los pocos hornos árabes que siguen funcionando en España.
Exponente de la cerámica ubetense, la marca fue creada en 1965 por su padre, Juan Martínez Villacañas Tito, y desde entonces ha ganado dos Premios Nacionales de Artesanía (en 2006 y 2012), entre otras distinciones. Sus piezas, que desde los años 60 se exportan a Estados Unidos, Alemania o Japón, seducen a una amplia y selecta clientela: desde la Casa Real, para la que hicieron una vajilla de loza, hasta Joaquín Sabina, Viggo Mortensen o Nati Abascal. Con una facturación de unos 60.000 euros al año y tres empleados, la economía del taller no es deficitaria, «pero sí de subsistencia», reconoce el maestro alfarero.
En Úbeda, la tradición alfarera tiene más de 6.000 años de antigüedad. Se calcula que a comienzos del siglo XX había en la capital de la comarca de La Loma alrededor de un centenar de alfares, pero en la actualidad se pueden contar con los dedos de una mano. «En muchos pueblos la costumbre era ir temprano a la fuente para llenar dos cántaros. A partir de los años 60, con la llegada del agua a las casas y nuevos materiales como el plástico o el vidrio templado (Duralex), los recipientes de barro cocido fueron cayendo en desuso», explica Juan Pablo. Si en Úbeda el oficio se resiste a desaparecer, añade, es porque en esta ciudad Patrimonio Cultural de la Humanidad siempre hubo un turismo de calidad: «Aquí se construyó uno de los primeros Paradores, lo que atrajo a una clientela que ya valoraba el arte popular».
Tras la jubilación de su padre, Juan Pablo lleva desde 2003 al frente del taller, «pero siempre le consulto la última decisión, como en El Padrino», bromea. La presencia totémica del fundador, que a sus 78 años luce melena blanca, camisa con chorreras y medallón de oro al cuello, recuerda al poeta Rafael Alberti. «Él pertenece a la generación de españoles que en los años 60 emigraron del campo a la ciudad. Con 25 años se encuentra con que sus paisanos se van a trabajar a Santana Motor [fábrica de Land Rover en Linares] o emigran a Madrid. Sin embargo, él decide aferrarse a la tradición y seguir a pie de torno.
Aunque suene muy peliculero, eligió luchar», narra su hijo. No idealiza la figura paterna, asegura, porque conoce sus miserias íntimas: «Pasó mucha hambre, viene del arroyo, nació descalzo. Pero es cierto que desde joven destacó por su instinto. Con el tiempo acabó trabajando con Arcadio Blasco, el ceramista español más importante del siglo XX, y conoció a gente como Alonso Zamora Vicente, que fue secretario perpetuo de la RAE. Todas estas influencias le formaron y le abrieron la mente».
Revolución estética
En la personalidad artística del fundador confluyen tres componentes esenciales, según su fiel discípulo: «Un buen conocimiento de la tradición, una formación autodidacta y una valentía expresiva». Empeñado en revalorizar el oficio, desde el principio tuvo claro que en su alfar no se vendería nunca más un cántaro de barro. Por eso empezó a hacer piezas caladas o vidriadas de color verde árabe con finalidad decorativa. Habían dejado de fabricarse hace siglos, pero él decidió recuperarlas inspirándose en los diseños que había visto en el Museo Arqueológico Árabe de Córdoba.
Y no sólo eso: en los 80 empezó a utilizar el azul cobalto propio del Renacimiento, como hicieron los ceramistas genoveses que trabajaron en los palacios de Úbeda en el siglo XVI. «A raíz de estas incorporaciones estéticas, mi padre recibió muchas críticas de los más puristas: ‘Eso no es típico de la zona’, decían. ¡Pero si el tipismo lo había inventado él! Tuvo el valor de hacer lo que amaba y revolucionarlo», le defiende.
Al alfar de Tito se accede atravesando un patio cordobés, un espacio heredado del impluvium (estanque rectangular para recoger el agua en las casas romanas) que está a rebosar de plantas. Huele a madera de olivo recién quemada, y de fondo se escucha el repiqueteo de una fuente. Alrededor se acumulan miles de piezas en un ordenado caos: botijos, alcuzas, chupacharcos, vasijas, azumbres…
Todas llevan grabado el sello Tito Úbeda que garantiza su calidad artesana. Desde la creación de la firma -por primera vez en siglos un alfarero reivindicaba su autoría- Tito padre centró su esfuerzo en potenciar el valor estético, manteniendo un escrupuloso respeto por la tradición. Aquí se entiende la alfarería como «el reducto donde sobreviven valores y costumbres de un mundo más austero, pero también más humano».
Para reivindicar esta tradición alfarera, Juan Martínez Villacañas formó una amplísima colección de cerámica popular procedente de toda la Península, mayoritariamente de los siglos XIX y XX, que constituye una de las mejores de España y que es posible visitar en su casa-museo. «Él sabía que cuando muriera el último alfarero de Zamora, Cáceres o Lugo, no quedaría una memoria académica de cómo trabajaban, y quiso conservar ese legado antes de que desapareciera», comenta el director del taller.
¿Cuál es la principal lección que le transmitió su padre? «Que no se mintiera a sí mismo. Te puedes sentir orgulloso de la pieza más humilde si la has hecho con honestidad», afirma Tito hijo. Su progenitor le enseñó el oficio, pero también le dio alas para romper las reglas: «Desde niño me ha transmitido un cariño y un respeto inmenso hacia el pasado, que supiera hacer bien una alcuza o un botijo, aunque luego decidiera transformarlo en la obra de vanguardia más gamberra del mundo», explica junto a una cabeza de diablo y una escultura fálica decorada con signos, caracolas y frases de trazo arrebatado. «No hay más ley que la del deseo», reza una de ellas.
Fotos: Javier Salas