Cuarenta años casada con un virus
Por JUAN CARLOS RODRÍGUEZ. Fotos: RICARDO CASES
Para acceder al laboratorio de Margarita Salas (Canero, Asturias, ?938) hay que atravesar un largo y estrecho pasillo no apto para claustrofóbicos. Una vez frente a la puerta de su despacho, en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa (centro mixto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas –CSIC– y de la Universidad Autónoma de Madrid), a las afueras de la capital, ningún letrero identifica a la eminencia que trabaja en su interior.
En su lugar se lee el nombre del que fue su marido, Eladio Viñuela, prestigioso científico fallecido en ?999. Junto a él, la bioquímica asturiana introdujo la Biología Molecular en España «cuando investigar en este país era llorar, sobre todo si eras mujer». Corría el año ?967 y acababan de regresar de EEUU con la lección bien aprendida tras hacer el postdoctorado en el Departamento de Bioquímica de la Universidad de Nueva York, dirigido por Severo Ochoa. «Eladio organizó este centro y yo lo dirigí durante dos años (?992-93). Nuestros despachos estaban uno frente al otro, con la secretaría en medio. El letrero con su nombre sigue intacto», explica con nostalgia la investigadora del CSIC, que durante 23 años fue profesora de Genética Molecular en la Universidad Complutense de Madrid.
Feliz entre probetas y microscopios, en los últimos 40 años (?967-2007) su actividad científica ha estado centrada en un minúsculo virus. Su principal línea de investigación en el Severo Ochoa ha sido la replicación y transcripción del ADN del fago phi29, un virus que infecta la bacteria no patógena Bacillus subtilis de gran utilidad en biotecnología. Científica y bacteriófago han protagonizado una «fructífera y estable relación», sin duda más duradera que muchos matrimonios. «Sí, mi trabajo con este virus me ilusionó desde el principio y me sigue ilusionando. Su rendimiento ha sido fantástico: 48 tesis doctorales y una patente en explotación, que hasta ahora ha generado más de 49 millones de euros». El feliz aniversario se celebrará con un simposio el próximo viernes ?9 de octubre; una excusa perfecta para pedir audiencia a esta científica universal.
Enfundada en una sempiterna bata blanca que parece adherida a su cuerpo como una segunda piel, la doctora Salas saluda con una media sonrisa y un leve apretón de manos. «Sí, de pequeña era timidísima», reconoce. «Me gustaría ser más echada para adelante. Nunca he querido significarme, prefiero pasar desapercibida. Por el contrario, en mi profesión soy bastante lanzada, porque siempre tuve muy claro lo que quería ser en la vida: una científica seria y responsable que llegase a lo máximo». Sencilla y próxima en el trato, transmite una humildad a la altura de su currículo, de 24 páginas. Pero… «¿Eminencia yo? No, si acaso soy una pionera. Me considero una persona normal; no soy un genio. Eso sí, me gusta mucho la ciencia en conexión con la vida y me dedico a ello casi al ?00%».
Fútbol, tenis y ping-pong.
Personificación del rigor científico, lleva publicados 335 papers (artículos exclusivos en revistas científicas de prestigio internacional), ha dirigido 29 tesis doctorales, dictado 323 conferencias y asistido a 336 congresos. Una brillante carrera de fondo coronada con más de 70 distinciones, entre las que destacan el Premio Jaime I (?994), el de Investigadora Europea ?999, concedido por L’Oreal y la UNESCO, o el Premio Nacional de Investigación Ramón y Cajal (?999). Además, es miembro de prestigiosas asociaciones científicas y –Asturias, patria querida– patrona de la Fundación Real Sporting de Gijón. «Sigo al Sporting, aunque soy más forofa del tenis. Para mí, ver por la tele una final de Roland Garros entre Nadal y Federer es todo un planazo», asegura. También disfruta del ping-pong, la música clásica y el baile «agarrao».
Su madre, de 95 lúcidos años, todavía la regaña por guardar los premios en los cajones. «Ella insiste en que los exponga en una habitación especial, ja, ja». El caso es que la discípula de Severo Ochoa debería seguir sus consejos. Porque, a sus 68 años, continúa recibiendo honores. A comienzos del pasado mes de mayo se anunció su ingreso en la Academia Nacional de las Ciencias de EEUU (la ceremonia oficial tendrá lugar el 28 de abril de 2008), lo que la convierte en la primera mujer española en entrar a formar parte de esta institución, compuesta por 2.000 miembros, el ?0% extranjeros. «Es el reconocimiento internacional más importante de mi vida científica. Me parece un colofón fantástico», declara con orgullo. A partir de ahora compartirá olimpo con los tres únicos españoles que tienen tal distinción: el también biólogo Antonio García Bellido, el paleontólogo Juan Luis Arsuaga y el economista Andreu Mas-Colell. «Mi sitio estará en la sección de genética».
–¿Hubiera preferido ser artista en lugar de científica? –No, no creo que hubiese disfrutado más de la vida de haber sido pintora o cantante de ópera, por ejemplo. No cambiaría mi vida por la de un artista famoso. Pero sí, la fama es agradable. A los pocos días de ser nombrada académica de las Ciencias de EEUU, una persona que iba paseando con su hijo se acercó a felicitarme y, dirigiéndose al crío, le dijo: «Ven, que te voy a presentar a una científica». Incluso firmo autógrafos en mis conferencias… Es gratificante sentir que la gente de la calle te aprecia. Salas no cambiaría su vida por la de un artista famoso pero, ¿acaso aspira al Nobel? «No lo voy a recibir, eso lo tengo muy claro. Si me lo concedieran, sería un milagro. Y yo no creo en los milagros», afirma con rotundidad. Por momentos se da un aire a las modelos abstraídas de Modigliani, o al menos el pintor Álvaro Delgado supo captarlo así en el retrato que le hizo para el Instituto de España, foro que reúne y coordina las ocho Reales Academias Nacionales existentes en España y que ella presidió desde ?995 hasta 2003. «Sí, Álvaro me sacó muy modigliani; siempre me pinta con cariño», reconoce la primera científica en acceder a la Real Academia Española (su discurso de ingreso versó sobre Genética y Lenguaje), donde, cada martes, sigue poniendo los puntos científicos sobre las íes sentada en el sillón «i». «Ayer estuvimos viendo la posibilidad de introducir en el diccionario de la RAE la palabra bioalimentos».
El modigliani decora una de las paredes de la secretaría, con Mari Ángeles al frente, y está flanqueado por dos carteles conmemorativos con sendas imágenes de Severo Ochoa y de Eladio Viñuela: el maestro que le ayudó a forjar una fértil y sacrificada carrera y el marido que respetó su vocación y la apoyó en todo momento. Por el contrario, no hay huellas sentimentales en su pequeño despacho con vistas a una depuradora. «En breve nos mudaremos a un edificio más amplio y moderno», comenta. Su mesa de trabajo está atestada de papeles; apenas hay sitio para el ordenador portátil. La luz que entra por la ventana se refleja en una pizarra donde ha garabateado a tiza una especie de cometa. En realidad, se trata de su inseparable amigo: el fago phi29. «Es guapo, ¿eh?», bromea. Morfológicamente, el fago está compuesto por una cabeza en forma de hexágono alargado, un cuello con dos estructuras y una cola corta a través de la cual sale el ADN del virus cuando éste se inyecta en la bacteria Bacillus subtilis. Tras infectarla, la destruye, pero sin afectar a otros organismos. Una bacteria infectada produce unos ?0.000 fagos. «Lo que hacemos aquí es fermentar bacterias, que son las huéspedes del fago. En un mililitro caben 30 billones de fagos», precisa el técnico especializado José María Lázaro, uno de los ?8 integrantes del laboratorio de Salas.
Interés sanitario.
La doctora explica por qué escogió este virus y no otro: «Es simple y fácil de manipular: tiene sólo 20 genes, frente a los 25.000 del genoma humano. Pero su mecanismo de control es sofisticado, lo que le convierte en un sistema modelo». Y resume así su investigación: «En ?970 descubrimos que el ADN del virus tiene una proteína unida a sus extremos necesaria para iniciar la síntesis del ADN viral. A partir de ahí, se demostró un nuevo mecanismo para iniciar la duplicación del ADN en general. Nuestro sistema de estudio se ha podido extrapolar a otros virus de interés sanitario y económico, como el adenovirus humano (que produce transformación oncogénica), el virus de la poliomelitis o el de la hepatitis B y C. El mérito de la investigación radica en haber convertido al phi29 en un modelo con el que estudiar procesos básicos aplicables a todos los seres vivos, como los mecanismos de la replicación del ADN o el control de la expresión genética». La aplicación biotecnológica de la ADN polimerasa de phi29 es un buen ejemplo de la importancia y el potencial de la investigación básica. Esta enzima posee unas propiedades extraordinarias para amplificar ADN, algo muy útil para realizar análisis genéticos y forenses (por ejemplo, para obtener el ADN de un individuo a partir de uno de sus pelos). El hallazgo ha dado lugar a una patente que el CSIC licenció en exclusiva a la compañía Amersham Biosciencies (ahora General Electric Healthcare), y desde el año 2002 hasta diciembre de 2006, la comercialización que ha hecho General Electric de los kits TempliPhi y GenomiPhi (diferentes métodos de amplificación del ADN) ha generado unos ingresos netos de 49 millones de euros.
Reparto de beneficios.
O dicho de otra forma: el minúsculo virus ha resultado ser la gallina de los huevos de oro… «Nuestra patente supone el 50% de los ingresos que el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, mi patrono, obtiene por royalties», aclara Salas, que explica cómo se distribuyen los beneficios: «El CSIC se reserva el 5% para gastos. Del dinero restante, un tercio va al CSIC y otro tercio a los inventores (Luis Blanco, Antonio Bernad, José María Lázaro y yo misma). El tercio restante se destina a mi grupo de investigación (60%) y a cubrir gastos del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa (40%)». –Pero, ¿cuánto dinerito le deja el virus exactamente? –Ja, ja, pues depende de las ventas de la patente. Pero mi porcentaje supone más que mi salario global (aproximadamente unos 3.600 euros al mes, complementos incluidos). No está mal, sobre todo si tenemos en cuenta que el 30 de noviembre de 2008 me toca la jubilación forzosa y me quedo con la mitad del sueldo. Su padre, el doctor Salas, psiquiatra, se empeñó en que sus tres hijos estudiasen una carrera. «Es la única herencia que os voy a dejar». Y vaya si lo consiguió. Por esos azares de la vida, en el verano de ?958, recién terminado el tercer curso de Químicas en Madrid, Margarita conoció a Severo Ochoa en Gijón. «Él y mi padre eran parientes políticos, coetáneos y habían estudiado juntos en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Severo veraneaba en Luarca y en Gijón, y un día mi padre le invitó a comer a casa. Al día siguiente le acompañamos a una conferencia que daba en Oviedo. Me fascinó. Conocerle fue crucial en mi vocación: él me puso en el camino de la investigación bioquímica y de la biología molecular, que me enseñaría en Nueva York».
Recomendada por Ochoa, Margarita Salas inició su andadura científica en ?96?, realizando la tesis doctoral en el laboratorio de Alberto Sols, padre de la enzimología en España… y machista redomado. «Cuando llegué a su laboratorio me sentí discriminada, ni me miraba, para él no existía. Pensaba, como otros profesores de la época, que la mujer no valía para hacer investigación y si lo hacía era sólo como simple divertimento». Al menos se consolaba con su compañero de tesis, Eladio Viñuela, al que había conocido en la Facultad de Químicas.
–¿Qué le atrajo de Eladio? –Era una persona muy inteligente, honesta, rigurosa y con un fino sentido del humor. Además, era muy guapo. Según mi madre, se parecía a Marlon Brando, ja, ja, ja. Pero yo no me enamoré de él por ser guapo.
En ?963, gracias a una beca de ?2.000 pesetas de la Fundación Juan March que Margarita Salas ganó por una tesis sobre enzimología de hidratos de carbono, se casaron. Al año siguiente iniciaron un postdoctorado de tres años en Nueva York, dentro del laboratorio de bioquímica de Severo Ochoa. «Allí me sentí tratada como persona, al margen de mi condición de mujer. Lo primero que hizo Ochoa fue ponernos en grupos distintos, con la excusa de que así aprenderíamos inglés, pero lo que en realidad pretendía era que cada cual desarrollara su personalidad. Fueron unos años fantásticos».
De regreso a España, en ?967, se encontraron un páramo científico. En vez de seguir con sus trabajos respectivos, muy competitivos, y tras haber asistido a un curso sobre virus bacterianos, eligieron investigar el fago phi29. «No había ayudas del Gobierno, aunque gracias a una subvención de EEUU empezamos a montar el primer laboratorio de biología molecular».
Por desgracia, en España, Margarita volvía a ser la mujer del doctor Viñuela. «Eladio era una persona enormemente generosa y prefirió que yo saliera adelante con el fago phi29, independientemente de él. Mientras, él comenzó otra vía de trabajo que le interesaba mucho por sus raíces extremeñas: el virus de la peste porcina africana. Hoy, mis dos hermanos, Pepe y Marisa, siguen trabajando con este mismo virus en el Severo Ochoa, relata Salas, que desde su atalaya vislumbra un panorama esperanzador para la mujer científica: «Hasta ?972 todos los doctorandos de mi laboratorio eran hombres; hoy, el 60% son mujeres». Contraria a las cuotas, reconoce que todavía escasean en los puestos de dirección, «pero pronto ocuparán el puesto que les corresponda de acuerdo con su capacidad».
La emoción de descubrir.
Dice que, a lo largo de su carrera, ha sentido en tres ocasiones lo que Severo Ochoa llamaba «la emoción de descubrir». «La primera fue durante mi tesis doctoral: descubrí que la proteína con la que trabajaba convertía la glucosa 6 fosfato en fructosa 6 fosfato a través de una propiedad llamada anomerización. No fue un gran descubrimiento, pero lo fue para mí. La segunda, trabajando con Ochoa: descubrí dos proteínas nuevas esenciales para iniciar la síntesis de proteínas, un hallazgo que marcaría el trabajo futuro de su laboratorio. Y la tercera cuando, investigando el fago phi29, descubrimos un nuevo mecanismo de duplicación del ADN viral».
Tres momentos de felicidad inmensa, sí, «pero desde que descubres algo hasta que lo publicas pasa un cierto tiempo». Y luego, claro, está el nacimiento de su única hija, Lucía, fruto de su matrimonio con Eladio. Ella no quiso recoger el testigo y estudió Comunicación y Marketing: trabaja en una empresa multinacional. «Desde pequeñita tenía claro que no quería dedicarse a la ciencia. No tengo ningún sentimiento de frustración; además, siempre la habrían comparado con sus padres», reflexiona Salas. En el fondo, Margarita Salas asegura sentirse también «un poco madre» de los alumnos que han pasado por su laboratorio. El simposio del próximo viernes reunirá a una familia numerosa de casi un centenar de personas, incluidos los autores de las 48 tesis sobre el virus. Un minúsculo virus con forma de cometa que, de la mano de esta científica universal, sigue volando alto, muy alto.
–¿Seguirá volando usted tras el phi29? –La edad de jubilación en el CSIC es a los 70 años, y yo los cumplo en noviembre de 2008. Espero seguir trabajando como investigadora ad honorem, mientras el cuerpo aguante. Yo ya he dicho que moriré con la bata puesta.