Enrique Figaredo, Premio Personajes FS 2018: el jesuita que ayudó a los refugiados con sillas de ruedas

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Al prefecto de Battambang, región del norte de Camboya con seis millones de habitantes, se le conoce como «el obispo de las sillas de ruedas». Impulsor de la reconstrucción de un país destrozado por el régimen de Pol Pot, su fndación ayuda a mejorar la vida de miles de mutilados por las minas antipersona.

La primera vez que Kike Figaredo pisó el campo de refugiados camboyanos en Tailandia, a finales de 1985, sintió que había encontrado su lugar en el mundo. Fue su epifanía particular. A través de un camino polvoriento de gravilla roja se abrió ante él una ciudad de cabañas de bambú y hojas de palma. En el denominado Site 2 se cruzó con madres haciendo largas colas para recoger comida, niños harapientos jugando en el barro y decenas de mutilados por las minas antipersona. «Era un lugar de mucho dolor, pero precioso. La humanidad siempre se impone a la guerra», comenta el jesuita asturiano (Somió, 21 de septiembre de 1959), que más de 30 años después aún recuerda las palabras que le dijo uno de aquellos discapacitados: «Ya te iremos diciendo lo que necesitas». Al principio, su aspecto intimidante lo descolocó. «Pero enseguida sentí mucha paz».

En 1992, tras 20 años de guerra, Camboya recuperó la paz y los refugiados empezaron a regresar a un país habitado por una sociedad rota por el régimen genocida de Pol Pot (1975-1979) que acabó con la vida de dos millones de personas. El proceso de reconstrucción fue impulsado por organizaciones y personas desinteresadas, entre las que Kike Figaredo tuvo un papel relevante.

Figaredo recuperó al paz a los refugiados de Camboya.

Su historia

Hijo de una acomodada familia asturiana, empresarios de la minería, la electroquímica y la banca, Kike, el séptimo de ocho hermanos, tuvo clara su vocación mientras estudiaba Economía. Para disgusto de sus padres, decidió colgar la carrera para apuntarse al Servicio Jesuita a Refugiados (SJR) que promovía Pedro Arrupe, último superior y renovador de la orden. «Vi claramente que mi vida era para Dios y no para ser banquero o empresario», asegura. En 1993, tras completar sus estudios de Teología en España, regresó a Camboya para quedarse.

Sillas de ruedas como ayuda

Los jesuitas habían organizado talleres de formación y él se encargó de llevar sillas de ruedas a los rincones más pobres del país. Hoy se fabrican unas 1.200 sillas Mekong al año (de madera, con tres ruedas y llantas de bicicleta) que han mejorado la vida de unas 40.000 personas. Conocido como «el obispo de las sillas de ruedas», en 2000 fue nombrado prefecto de la diócesis de Battambang, región integrada por ocho provincias del noroeste del país con una extensión similar a Portugal y seis millones de habitantes. «Prefecto es como un obispo de segunda», aclara el fundador del Centro Arrupe, financiado por organizaciones como Sauce.

El misionero nos recibe en la parroquia de San Francisco de Borja, la casa de los jesuitas. Vestido con un formal clériman, luce un crucifijo de plata que representa al Cristo de los mutilados y la kromá camboyana, un pañuelo que sus chicos tejen en el centro y que contribuye a darles dignidad. Para el sociólogo y escritor jesuita José María Rodríguez Olaizola, autor de El corazón del árbol solitario (Ed. Sal Terrae), donde cuenta la peripecia vital de nuestro protagonista, Kike tiende puentes entre dos mundos. «En torno a él se va generando comunidad. Pone en contacto a gente herida con gente que puede acariciar esas heridas».

El sacerdote jesuita lleva un crucifijo de plata con un Cristo amputado y la «kromá» camboyana hecha a mano.

PREGUNTA. ¿Qué le falta para ser un santo en vida?

RESPUESTA. ¡Tener una gran conversión [risas]! Debería vivir los imperativos del Evangelio de forma más radical. La santidad te la da la cercanía a la gente de Dios, sentir esa dimensión divina que te hace ver la vida de otra manera. Yo intento ser fiel a lo que digo, pero las infidelidades se presentan todos los días…

P. ¿Infidelidades?

R. A veces nos gusta vivir bien, estamos centrados en nosotros mismos… ¡Hay mucho ego!

P. ¿Acaso no se ha despojado de ese egocentrismo?

R. Pero si tengo Instagram (@kikefigaredosj) y salgo en la mayoría de las fotos. Eso sí, utilizo esta plataforma para compartir imágenes amigosa, mi madre…

P. ¿Qué le trae por Madrid?

R. Dos cosas. Por una parte acabamos de celebrar el XLVII Congreso Internacional Fe y Alegría en El Escorial, que este año ha acogido Entreculturas, la ONG de Desarrollo de la Compañía de Jesús. Como representante de la Diócesis de Laos y Camboya, también asistiré al XV Sínodo de los Obispos en Roma. Reflexionaremos sobre cómo los jóvenes construyen iglesia.

P. Tengo entendido que el Sínodo trata de fomentar la unión entre el Papa y los obispos y de los obispos entre sí. ¿Conoce personalmente al papa Francisco?

R. Sí, le he visitado muchas veces y es una bendición para la Iglesia. Es el Papa que necesitamos. Le sigo en Twitter y siempre encuentro una frase que me inspira. No escribirá tratados como Ratzinger, pero todo lo dice con una chispa… ¡Francisco es la pera! A los que estamos en la periferia, nos confirma la misión.

P. Creció en el seno de una familia acomodada de Asturias, «católica, apostólica y romana». ¿En ese ambiente es más fácil que surja la vocación religiosa?

R. Cuando era niño, yo veía rezar a mi padre en su habitación y quería sentir esa fe. Tanto él como mi madre eran de misa diaria y ayudaban en la iglesia [su padre, Alberto Figaredo Sela, fue consejero delegado de Minas de Villabona y dirigió Minas de Figaredo, además de participar en negocios metalúrgicos, navieros y de banca. «Había estudiado para marino de la Armada, su verdadera vocación. Tenía su balandro y salíamos a navegar», recuerda Figaredo, cuya madre, Ana María Alvargonzález, aún vive].

P. En casa se llevarían un disgusto cuando decidió cambiar la carrera de Económicas por el seminario.

R. En aquella época, al poco de morir Franco, había mucha convulsión social. Surgió el movimiento de los curas obreros, y mi padre temía que me engañaran. Cuando vino a verme a los campos de refugiados, su primera reacción fue: «Kike, ya entiendo por qué quieres ser jesuita, quieres estar aquí con el Señor». Vio que había elegido el camino correcto.

P. ¿Cómo sintió la llamada de Dios?

R. Un Jueves Santo fui al monasterio ecuménico de Taizé, en Francia, y empecé a rezar: «Señor, yo te quiero conocer, dime quién eres». Y de repente sentí que me dijo: «Kike, no te vuelvas loco, mi rostro es el rostro de la gente». Y a partir de ahí empecé a ver la presencia divina en todo.

P. ¿Y cómo le transformó aquella revelación?

R. Cuando volví a Gijón me interesó más leer la Biblia, ir a misa, conocer de cerca a los pobres… Vine a estudiar Económicas a Madrid. Los jesuitas trabajaban en La Ventilla, una barriada pobre de la capital, y me involucré. Luego, en tercero de carrera, hice unos ejercicios espirituales en Salamanca y vi que mi vida era para Dios. Fue doloroso comunicárselo a mis padres; sentí que les estaba haciendo daño, porque tenían otros planes para mí.

P. Y entonces se apuntó al Servicio Jesuita de Refugiados (JRS) que promovía el padre Pedro Arrupe…

R. Sí, me respondieron a los seis meses ofreciéndome trabajar con vietnamitas, laosianos o camboyanos. La prioridad eran los mutilados de guerra camboyanos. En 1988, con 25 años, me planté en el campo de refugiados Site 2, en la frontera con Tailandia.

Figaredo junto a dos niños del Centro Arrupe, que acoge a jóvenes mutilados.

P. Antes del tratado de paz de 1992, ya había recorrido Camboya para evaluar la situación de los mutilados …

R. Sí, yo trabajaba en el proyecto Outreach; se trataba de salir fuera, recorrer los pueblos más apartados y sondear qué necesidades tenían los mutilados. Sobre todo los del noroeste, que es donde había más minas sin explotar. Había unos 30 accidentes al día, era horrible.

P. Un infierno.

R. Sí, ves la maldad suelta. Pero sobre todo veía a Dios en la gente que sufría. Era como si me dijera: «Acompáñame y échame una mano». La gente te enamora y ves que la vida tiene sentido.

P. Desde hace 25 años reparte sillas entre lisiados y enfermos de poliomelitis. ¿Cómo la perfeccionaron?

R. Teníamos una silla diseñada por Handicap International, pero era un trasto. Entonces llegó un grupo de Motivation International y al ver nuestros talleres dijeron: «Este es nuestro sitio». Durante un año, un grupo de técnicos ingleses diseñó el modelo Mekong con nuestras indicaciones: de madera, con tres ruedas y llantas de bicicleta. Distribuimos unas 1.200 al año.

P. ¿Cómo transforma esta silla la vida del discapacitado?

R. Radicalmente. La silla los eleva física y moralmente. Como dijo una niña cuando se subió por primera vez a una: «Adiós al suelo». Se incorporan a la vida social, van a la escuela… Hasta les mejora el cutis, porque les da el sol. Una vez le dimos una silla a una chica y el padre contestó: «¿Para qué, si es tonta? Mejor que se quede en casa cocinando». Aquella niña ya es una joven y trabaja conmigo en la contabilidad.

P. ¿Le gusta que le conozcan como «el obispo de las sillas de ruedas» o es demasiado reduccionista?

Kike Figaredo junto a los hombres discapacitados de la fundación en la que colabora.

R. A mí la silla también me ha transformado. Aunque sea un instrumento, para mí es como un sacramento, un signo invisible que te transforma la vida.

P. En 1997, la Campaña Internacional para la Prohibición de las Minas Antipersonas (ICBL) con la que usted colabora activamente obtuvo el premio Nobel de la Paz. ¿Lo vivió como un triunfo personal?

R. Bueno, con la firma del Tratado Internacional de Ottawa de 1997 triunfamos a nivel legal. Pero la erradicación no ha sido total.

P. Cierto. Según ICBL, aún existen unos 60 países «contaminados», y sólo en 2016 las detonaciones alcanzaron a 8.605 personas, con 2.089 muertos (el 42%, menores).

R. Sí, queda mucho por hacer. Hay que convencer a gobiernos fuertes, como el de Estados Unidos y Rusia, para que ni los produzcan, ni los vendan, ni los utilicen. Se siguen vendiendo en Siria, en Sudán, en el sur de Vietnam… En Camboya aún siguen desminando las tierras. Ahora, cada cinco días hay un accidente. Hay más accidentes de tráfico.

P. En 2000 le nombraron prefecto de Battambang. El anterior, monseñor Tep Im, había sido asesinado por los Jemeres Rojos. En principio no parecía un honor muy atractivo..

R. Sí, pero asumí esa responsabilidad y me entregué. Al año siguiente monté el Centro Arrupe y lleva a cabo proyectos económicos y sociales financiados por Sauce.

P. Según el jesuita alemán Hans Zollner, entre el 3% y el 5% de los sacerdotes abusan de menores. ¿Cree que la Iglesia está haciendo lo suficiente?

R. Creo que la respuesta ha sido lenta, pero ya ha despertado. El papa Francisco ha ayudado con su mensaje de tolerancia cero. Los niños han de sentirse protegidos dentro de la Iglesia,.

P. ¿Cómo ve la política española desde Camboya?

R. La confrontación que veo en Cataluña me parece horrible. Falta un liderazgo que nos haga sentir orgullosos de ser españoles.

P. ¿Si viviera en España, en qué frentes estaría peleando?

R. Seguramente con los inmigrantes que llegan en pateras. Mi labor sería intentar entender sus vidas, acogerles y consolarles.

Kike Figaredo lidera un equipo de 250 personas, con más de 70 personas discapacitadas.

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