DESERTORES DE LA GUÍA ROJA

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Los cocineros españoles que renunciaron a la estrella Michelin

Olivier Roellinger, Joan Borràs o Jordi Parramón son algunos de los prestigiosos cocineros que han renunciado al cotizado símbolo de la famosa Guía Michelin y con ello al reconocimiento internacional y el impulso económico que proporciona esta distinción. ¿Cómo se han atrevido? Prefieren llevar una vida más simple.

 

«Renuncio a mis tres estrellas Michelin», le notificó el prestigioso cocinero francés Olivier Roellinger a Jean-Luc Naret, patrón de la famosa Guía Michelin. Dicen que Naret aún no se ha recuperado del bochorno. Fue a mediados del pasado mes de noviembre cuando el chef hizo pública una decisión que removió los cimientos del universo gastronómico. Aunque su caso no ha sido el primero ni será el último, que un célebre cocinero renuncie al máximo galardón que concede la empresa de neumáticos francesa (las tres estrellas designan a las «cocinas excepcionales que merecen el viaje») es tan insólito como que un actor devuelva su Oscar o un general se desprenda de sus galones. No en vano, la mayoría de los cocineros sueñan con aparecer en el exclusivo listado de la guía roja, la biblia oficiosa de la gastronomía internacional. Es la diferencia entre el anonimato y la gloria. Además, como ironiza Abraham García, padre del restaurante madrileño Viridiana que llegó a poseer la preciada luminaria, «las estrellas son buenas para la caja. Al portal de Belén, de no haber sido por las estrellas, no habrían ido los Reyes».

Sin necesidad de demostrar nada, y tras haber disfrutado de los laureles, el dueño del restaurante Olivier Roellinger, fundado en 1982, apagó sus estrellas el pasado 15 de diciembre. «El desgaste diario de energías me ha forzado al cierre», confesó en su web. ¿Hay vida después del apagón? Por supuesto. A partir de ahora, Roellinger, que tiene 53 años y es propietario junto a su mujer de Les Maisons de Bricourt, cocinará sus platos «de mar, huerto y perfume de especias» en Château Richeux, una villa de Cancale de los años 20. Igual de auténtico, pero sin el agobio añadido de la reválida estelar anual. Con «la pasión de vivir» como meta, su sello también seguirá en Le Coquillage, un recoleto «bistró marino». Después de «26 felices años al frente de los fogones», ahora quiere emprender un camino diferente de entender la cocina.

Renunciando al brillo de la estrellas –y al sinvivir que supone mantener ese prestigio–, Roellinger sigue la senda de otros colegas, como Alain Senderens (2005), Antoine Westermann (2006) o Joel Robouchon, quien se planteó su retirada en 1996 para reaparecer después y conseguir nuevos galardones con locales especializados en «tapas a la francesa».

El restaurador italiano Gualtiero Marchesi, el primero en obtener las anheladas tres estrellas Michelin en su país (1987), abdicó en julio de los dos galardones que aún mantenía. Antes que él lo había hecho Jean-Paul Lacombe, dueño del prestigioso León de Lyon, que se desprendió de sus dos insignias para abrir una brasserie.

Hasta el momento, en nuestro país sólo han desertado dos cocineros, ambos catalanes: Joan Borràs y Jordi Parramón, que en su día merecieron una estrella. El primero renunció en 2008 «a la esclavitud del prestigio» por un problema de salud, mientras el segundo se desprendió de la suya en 2004 para dedicar más tiempo a la fotografía, su gran pasión. Caso aparte es Horcher, restaurante madrileño que llegó a lucir dos estrellas y que al saber que le arrebatarían una prefirió no aparecer antes que ser degradado. No obstante, hoy luce tres soles, la máxima distinción de la Guía Repsol. Entre los motivos que aducen los objetores de las estrellas destacan: el estrés emocional; la tremenda inversión de tiempo y dinero que se requiere para alcanzarlas o mantenerlas; la presión de sentirse constantemente examinados, o, simplemente, el deseo de trabajar para vivir, en vez de vivir para trabajar.

Carrera irracional. El chef francés Alain Senderens afirmó estar harto de la «irracional carrera» de categorías de restaurantes y de los «indecentes» precios de algunos, de 300 a 400 euros por cabeza. Si acabó cerrando su venerado templo gastronómico parisino, Lucas Carton, para abrir una sencilla brasserie, fue porque «cada vez se sentía más incómodo con la idea de ser juzgado año a tras año por una guía cuyos criterios no siempre comprendía», según escribió François Simons, crítico gastronómico de Le Figaro. Simons aseguraba: «Sanderens quiere relajarse, hacer cocina realista, respirar. Y creo que eso es lo que los clientes desean en la actualidad: una cocina más suave, menos refinada, más feliz. Comida, en suma, preparada por cocineros tranquilos y felices». Pero, ¿acaso estas deserciones son una tendencia al alza? Rafael Anson, presidente de la Real Academia Española de Gastronomía, opina que son casos aislados. «Actualmente, tener el premio Michelin sigue siendo muy importante para cualquier cocinero, fundamentalmente por una cuestión de orgullo y presunción, porque esta guía es el único elemento homogéneo comparativo».

En efecto, con 107 años de historia, la Michelin se publica en 22 países. Pero las estrellas, como la fama, cuestan. «Para alcanzarlas o mantenerlas los cocineros tienen que hacer un esfuerzo enorme no para dar bien de comer, sino para hacerlo como quiere la Guía Michelin. Y ése es el problema. Primero, resulta muy caro; y segundo, les crea un gran estrés, porque se ven obligados a hacer cosas que normalmente no harían, como invertir mucho dinero en decoración o lavabos», señala Anson. Parafraseando a Maquiavelo, Abraham García entiende que haya quien se «adapte superficialmente al enemigo», pero cuestiona a los críticos para quienes lo mejor del local son los aseos o la carta de aceites. «Eso está bien si quieres defecar en una almazara».

Joan Borràs ha aprendido a cocinar a fuego lento. «Con la estrella, que deseaba mucho, llegó la esclavitud total, el no vivir. Me iba a llevar al cementerio», recuerda este gerundense de 42 años, chef del Hostal Sant Salvador, en Girona. Cocinero autodidacta, en 1998 se plantó en Vall de Vianya, un pueblecito de cuatro habitantes en medio de la montaña –además de su hostal, el núcleo consta de tres casas, iglesia, rectoría y casa del monaguillo– y abrió su pequeño restaurante en una vieja masía del siglo XV.

«Me puse a hacer ensaladas, parrilladas y recetas de la memoria catalana. Al principio fue como enfrentarme a un miura», recuerda Borrás que se define como un «muyahidín del producto». Enseguida empezó a recibir comensales adeptos, atraídos por el idílico lugar y por su renovada cocina de payés. Hasta que en 2006 recibió la buena nueva: la Michelin le concedía una estrella. El teléfono no paró de sonar en todo el día. «Es el reconocimiento más alto de nuestro oficio. Te da una gran alegría y te llena de orgullo, de vanidad y de ego, porque la mayoría de los cocineros somos bastante ególatras». Casualmente, ese día su hijo cumplió 6 años. La embriaguez del éxito le impidió celebrarlo.

El precio del éxito. Borràs tuvo claro desde entonces que iba a tener que hipotecar muchas cosas. La distinción le impulsó a pedir un crédito de 200.000 euros y a doblar el equipo, de 4 a 9 personas. «Hasta entonces había tenido personal no cualificado, pero acabé contratando a cocineros que habían pasado por grandes casas». Había que estar a la altura.

«Técnicamente, los restaurantes de una estrella son muy buenos en su categoría. Pero lo jodido es que nadie te da parámetros. No hay argumentos. Se supone que al obtenerla doblas la facturación, pero también puedes triplicar gastos y reducir el margen», explica Borrás, que alucinó al constatar la influencia inmediata de aparecer en la guía roja: «El día que me la dieron cubrí la agenda de tres meses. La clientela aumentó un 200% respecto a 2005. Y, en cambio, debía más al banco».

De repente, los nuevos clientes, más selectos y entendidos, «eran como pequeños críticos que venían a examinarme», asegura el dueño del Hostal Sant Salvador. «Y eso se me hacía un poco estresante, porque no era un comensal para el que yo disfrutara cocinando. Tenía la sensación de que cualquiera de ellos podía ser un inspector de Michelin que por hache o por be me podía quitar la estrella. Poco a poco empecé a perder el espíritu con el que había creado el establecimiento: pasó de ser una cocina muy íntima a algo que tocaba mucha gente. Cocinaba como coaccionado por la guía».

En medio de un estrés galopante, en verano de 2007 le diagnosticaron un tumor cerebral que le operaron a vida o muerte en febrero de 2008. «Te planteas muchas cosas. Con 40 años entras al quirófano en pelotas, sin el reloj, analizas tu vida y te das cuenta de que lo que más querías, lo más preciado, no ha sido el galardón, sino el hecho de no estar en el cumpleaños de tu hijo el día que te lo dieron. Piensas: ¡Si pudiera dar marcha atrás…!».

Tras superar la operación, los médicos le aconsejaron que se tomara la vida con calma. Y eso pasaba por apagar su centelleante estrella. Desde el pasado octubre cocina para una sola mesa, de entre 6 y 18 personas. «Trabajo con reserva previa y hago trajes a medida, menús degustación a precios ajustados», explica mientras prepara una crema de patata de la Vall de Bas con trufa negra del pueblo y huevo. ¿El cambio le ha hecho más feliz? «Mmmm… Puedo serlo más. Estoy buscando el equilibrio. La mesa única está bastante solicitada, pero no quiero estresarme», añade este acólito del movimiento slow food, que aboga por una sublime parsimonia en los fogones.

Al igual que Borrás, su colega Jordi Parramón asegura que la obtención de su estrella «no fue algo premeditado. Me hacía mucha ilusión, pero nunca la busqué». Parramón, cosecha del 67, hijo y nieto de cocineros que regentaban una casa de comidas en Manlleu (Barcelona), montó un negocio con su nombre en Vic, en 1997, tras pasar por la Escuela de Hostelería de Barcelona y curtirse en el restaurante Jean Luc Figueras (con una estrella).

Presión estelar. No había transcurrido un año desde la apertura cuando él recibió la suya. «Era la primera vez que ocurría con tan poco tiempo abiertos, y eso lanzó al restaurante», recuerda Parramón, cuyo plato insignia (tripas de bacalao con regaliz y patatas estofadas) se convirtió en un clásico joven. De carácter templado, seguro de las bondades de su cocina de autor, encajó la noticia con calma. «Seguiremos haciendo lo mismo», comentó a las cinco personas de su equipo.

«No entiendo las obligaciones que otros se crean. Yo no sentí ninguna presión ni temí perder la estrella, porque nunca he dejado que nadie controle mi vida», reflexiona este cocinero de 41 años con pintas rock star, cuyo discurso humanista está muy influido por el respeto a la naturaleza que le inculcó su abuelo, una especie de payés taoísta. Partidario de la vida simple, no quiso subirse a la noria de los congresos y los libros de recetas. Lo tuvo claro durante un viaje a Milán, adonde acudió para impartir un taller de cocina en calidad de estrellado. «Pero qué coño vas a hacer allí, si estás yendo y ya estás pensando en volver», pensó. La cocina le gustaba mucho, sí, «pero me chupaba 17 horas y me privaba de todo lo demás».

Tras cinco años en la brecha, decidió abrir nuevos caminos. Apagón y cuenta nueva: se mantiene con un restaurante de tapas (Cardona, 7) que denomina «mi sponsor». «Lo dirijo y preparo los platos, pero el ritmo es muy diferente. Si yo falto no pasa nada; antes mi responsabilidad era estar siempre». A través de este negocio subvenciona sus aficiones y financia sus viajes. Lector voraz, su pasión por el reportaje fotográfico le ha llevado a visitar países en conflicto. Enfrascado en un proyecto sobre sexo, muerte y religión, investiga temas tan diversos como el vudú o las consecuencias de que un cambio político altere la alimentación de un país como Cuba: «La población cubana tiene un problema de obesidad porque se ha alimentado a base de pollo, cerdo y tres verduras, mientras que los productos que no figuran en la cartilla de racionamiento se han dejado de cultivar», cuenta.

Por su parte, Quique Dacosta sigue cómodo en la vorágine. Para el chef de El Poblet (Denia), sus dos estrellas Michelin no son motivo de presión. «Siento la misma presión que un jugador de la selección en la Eurocopa por jugar la final con Alemania. ¿A qué jugador no le hubiera gustado disputarla?», ejemplifica Dacosta, que a sus 37 años lleva 22 entre fogones y es fijo en las quinielas de los triestrellados españoles, junto a Andoni Luis Aduriz (Mugaritz) y Joan Roca (El Celler de Can Roca). ¿No le obsesiona conseguir las tres estrellas? «Estoy seguro de que antes de que me retire las conseguiré. Ya vendrán, no hay que volverse loco. Y cuando lleguen, las celebraremos». Joan Borràs no volverá a celebrarlas. Dejó atrás esa fulgurante y feliz carrera por su mesa única, para permitirse el lujo de ir a recoger madroños con su hijo. «Es la mejor estrella que puedes tener».

Restaurantes españoles con estrella

La edición 2009 de la Guía Michelin de España y Portugal no sólo no concede las categorías de dos y tres estrellas a ningún nuevo chef español, sino que se las ha retirado a 11 restaurantes. En total, premia a la gastronomía española con un total de 141 de sus anheladas estrellas (tan sólo cinco más que el año anterior).

***Restaurantes con cocina excepcional merecedores de una visita. 
La lista no varía respecto a la edición anterior: El Bulli, Rosas(Girona), Ferrán Adriá / Arzak, San Sebastián, Juan Mari Arzak / Martín Berasategui, Lasarte (Guipúzcoa), Martín Berasategui / Akelarre, San Sebastián, Pedro Subijana / Sant Pau, Sant Pol de Mar (Barcelona), Carme Ruscalleda / Can Fabes, Sant Celoni (Barcelona), Santi Santamaría.
**Restaurantes con cocina excelente merecedores de un cambio de ruta. 
Los tres primeros de la lista suenan en cada edición como candidatos para la tercera: El Celler de Can Roca, Girona / Mugaritz, Rentería (Guipúzcoa) / El Poblet, Denia (Alicante) / Atrio, Cáceres / Abac, Barcelona / Tristán, Portals Nous (Mallorca) / Santceloni, Madrid / La Alquería, Sanlúcar la Mayor (Sevilla) / Sergi Arola Gastro, Madrid (gana las 2 estrellas que pierde La Broche).
* Unos muy buenos restaurantes en su categoría.
En el apartado de la primera estrella se unen al grupo de los 115 restaurantes españoles galardonados, 16 nuevos: cinco en Cataluña (Cinc Sentits, Manairó, L’Aliança d’Anglés, Els Tinars y L’Angle), dos en Andalucía (Abantal y Skina), dos en Valencia(Riff y Vertical), y con uno: Madrid (Alboroque), País Vasco (Boroa), Galicia (Pepe Vieira), Cantabria (El Nuevo Molino), Aragón (Bal d’Onsera) y Castilla-La Mancha (Tierra).

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